18 de Enero de 2016, me levanto de la cama y al abrir la persiana automática del salón descubro con asombro como la nieve cubre el pequeño jardín de mi casa.
Ya avisaban ayer en los telediarios que posiblemente habría precipitaciones en forma de nieve de diferentes grados según la zona de Japón. En Tokyo concretamente, de alrededor de 15 centímetros. Sin embargo, ¡quién nos lo iba a decir con el día tan bueno que hacía ayer!
Mi esposa descansaba aún en la cama, la fortuna hizo que ese día descansase. En mi no tan afortunado caso, me dirigí hacia el trabajo calzando mis botas de nieve que compré para mi viaje al Yuki Matsuri de Sapporo allá por 2013. A medida que iba caminando recordaba las otras grandes nevadas que hubo en Japón en los años 2014 y 2013, pasando desapercibido casi totalmente en 2015 nuestra blanca y fría lluvia.
Era la primera vez que me tocaba ir a trabajar con la que estaba cayendo, y para colmo estaba lloviendo. Paraguas en mano salí temprano como siempre. Me gusta llegar con unos 30 minutos de antelación, por lo que no aún preocupado por el estado de las líneas de tren nada me hacía presagiar el desastre que se me venía encima.
Tomé primeramente el tren en Mukougaokayuuen, de la línea Odakyu, y aunque sólo me monté para una estación el tren estaba hasta los topes. Nos pararon a medio camino con el vagón inclinado, provocado avalanchas involuntarias, empujones y presiones corporales involuntarias. Por suerte este viaje finalizó en tan solo cinco minutos.
Después tuve que cambiar de la línea Odakyu a la línea JR Nambu, la cual tomo para cubrir el trayecto durante cuatro estaciones, tardando unos 8 minutos en el mismo. Bajando las escaleras mecánicas recibí el primer anticipo del desastre que se me avecinaba.
Y es que al llegar al final de las mismas los andenes estaban tan repletos de personal que no se podía avanzar. Esto hacía que el amasijo de cabezas que incesantemente bajaba en las escaleras mecánicas se acumulase de tal manera que los andenes no daban de sí.
Haciendo un recorte a la izquierda con astucia conseguí internarme en un vagón en el que, asombrosamente, se podía disfrutar de algún espacio vital. Sin embargo, el tren se quedó unos minutos en stand-by esperando a la incesante de masa que fluía escaleras abajo.
Aún con un poco de retraso comparado a mi rutina normal, aún llegaba con tiempo de sobra al trabajo. Salí de los tornos de la línea JR Nambu y me dirigí al último trasbordo de mi pre-jornada laboral, que me lleva desde la estación de Mizonokuchi hacia Futako Tamagawa, ya sea bien en la línea Tokyu Den-en-toshi o en la Oimachi.
Mal se tenía que dar para que el trayecto final, de tan sólo una estación, me hiciese llegar tarde «al curro», pensaba en silencio. Pero nada más salir de los tornos y comenzando a bajar las escaleras que me dirigían a la recta final pude avistar lo que parecía una enorme tapón kilométrico que bien podría haber sido para ver un concierto de Foo Fighters – permitirme que no mencione a Justin Bieber.
Y es que había una incesable marea de gente que ocupaba el ancho y largo del trayecto entre ambas líneas, que son fácilmente unos 300 metros. Lo peor de todo es que a esa marea se le unían otras mareas provenientes de otras escaleras de bajada y subida de diferentes lugares.
Paré para respirar hondo y pensar en una alternativa, ya que la situación no era muy halagueña que digamos. Entonces se me ocurrió mirar escaleras abajo para otear la zona de salida de autobuses, «quizás hay alguno que lleve cerca del trabajo», pensé. Cuando asomé mi cabeza desde la altura sólo pude ver largas colas de espera y estimé que quizás sería peor el remedio que la enfermedad, por lo que decidí quedarme en mi lugar de espera.
Pasaron 10 minutos y conseguí dar un par de pasos contados. Pasaron veinte minutos, y otro par de pasos los acompañaron, y así hasta una hora avanzando cual hormiguero en slow motion. Nuestro avance bien podría haber sido la musa de Ricky Martin cuando escribía el estribillo de su canción María.
Por suerte o por desgracia, los japoneses son muy educados y pacientes. En la más de una hora que pasé en la cola no escuché queja alguna sobre el viacrucis que veníamos sufriendo. Tampoco ví a nadie que quisiera «ir de listo» y adelantarse entre la marabunta humana. Ni siquiera algún que otro empujón involuntario que hubo para salir de la melé de alguno cansads de esperar fue contestado con represalias. Un diez para la paciencia del japonés, aunque en otras ocasiones pueda sacar de quicio… Y es que no está de más recordar que el tapón se montó porque la guardía tenía bloqueado del acceso en los tornos de entrada.
Finalmente – y con una hora y diez minutos de retraso – conseguí llegar al destino. En mi zona aún no habían llegado ni la mitad de compañeros de un día normal. Todos nos contábamos las aventuras y desventuras que habíamos vivido para llegar sanos y salvos. Muchos de los allí presentes se descalzaban dejándo ver sus calcetines empapados y se cambiaban de zapatos – en Japón es normal ponerse unas zapatillas de andar por casa para estar cómodos trabajando. Otros, como yo, nos dirigíamos a la cafetería a por un café caliente para dejar atrás el frío acumulado tras la larga jornada, que aún no había hecho nada más que comenzar.
Pero tambié de las malas experiencias se puede sacar algo bueno. En este caso, y sin lugar a dudas, fueron las vistas desde los grandes ventanales del edificio de la empresa. Una larga alfombra blanca cubría Japón.
Fue entonces cuando encendí el portatil y, café en mano, pensé que ya era hora de poner en marcha la maquinaria que mueve el mundo.
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